Deja la taza en el fuego y toma de la pava. Sube las pestañas. Baja las pestañas. Sube. Baja. Mira sin pensar, reconoce el silencio de las cosas. Le dijeron que nunca llora. Entonces, llora. Derrama lágrimas por su piel, que se vuelve húmeda, que se resbala de los huesos. Dibuja con los dedos y el lápiz en el cajón. El vidrio, sobre la mesa, pierde brillo. El dedo índice está sucio por haber escarbado en el oído derecho. El vidrio pegajoso. No funciona.
Así, no funciona. Se saca la campera y sale a la calle. Corre la vereda y camina sobre el asfalto. Ya no hay autos a esta hora. La hora inconsciente. Camina. Primero, con las manos y después con los pies. Salta los pozos, respeta los semáforos. Se cansa. Vuelve. Arrastra los ojos por el viento. Entra. En el espejo, escribe. Un mensaje para el perdido. A veces, sólo al revés. Le dijeron que no insista más. Entonces, insiste. Cocina. Bebe arroz y mastica jugo de naranja.
Tiempos de amor, son los tiempos del amor.
Todos los segundos que van sobrando los deja sobre el escritorio. Se sienta. Pregunta, dice no, retrocede y pregunta. Dice no. Luego, habla habla habla. Pero parece poco. Aprende a decir no. Las luces se duermen y de a poco amanece. Se para. Busca detrás de la puerta. Entonces, abraza.
Así. Un engranaje de deseos se activa.
Descubre que es un cuerpo y que los cuerpos bailan en cualquier superficie. Abre la mano, estira los dedos, acaricia la piel gruesa del destino. Su azar lumínico. Porque no entiende quiere aprender a entender. Un abismo, de corazón levemente agitado. Sube. Baja. Siente en su respiro la posibilidad. Mezcla el agua caliente con el café y sonríe.
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